Secretos vieneses I

Palacios Imperiales de Viena, Austria. Foto © Maribel Herruzo
Confieso que el cine me marca mucho, y, sin ser mitómana ni nada parecido, me dejo seducir bastante fácilmente por los cantos de sirena que desde la pantalla reclaman mi presencia en ciudades que el cine presenta con ese aura de ineludibles. No siempre la imagen se corresponde con la realidad. Viena fue durante muchos años, en mi imaginario particular, una ciudad sombría y turbia, influencia sin duda de las carreras nocturnas por las alcantarillas de Joseph Cotten tras “El Tercer hombre” que encarnara Orson Wells. Se mezclaban esas imágenes de posguerra y cafés humeantes con las de los palacios imperiales donde Sissí bailaba valses al compás de las notas de Strauss. Vamos, una suma de tópicos incontrolados que, por supuesto, sabía que un día habría de romper. La primera ruptura llegó de nuevo con el cine, con “Antes del amanecer”, un film que si bien se rodó en 1995 yo no vería hasta unos años después, y ahí descubrí que Viena era no solo una preciosa ciudad romántica y repleta de secretos maravillosos, si no que además tenía un alma bohemia y una interesante noche para vivir. Por fin, algunos años después, pisé Viena por primera vez para comprobar, por mí misma, que aquella pareja de pantalla que agotó la noche en la capital austriaca no podía haber escogido mejor ciudad para empezar su extraño idilio.

Catedral de San Esteban, Viena © Maribel Herruzo
Yo también me enamoré. Puede que en mi ceguera de amor influyera que todo lo que me había imaginado hasta el momento, todo, absolutamente todo, seguía siendo, de alguna manera, cierto: las calles repletas de comercios luciendo escudos imperiales, edificios majestuosos presumiendo de pasado glorioso, palacios donde Sisí se debatía entre la realidad y su extrema delgadez, un listado interminable de museos ineludibles y la oscuridad de los canales nocturnos invitando a descubrir una noche menos fría de lo que cabría esperar de una ciudad centroeuropea. Y aún había muchas más cosas que añadir, muchas más cosas que descubrir.

Viena, jardines de los Palacios Imperiales © Maribel Herruzo
Mi segunda visita no hecho más que reafirmarme que Viena son muchas Vienas, que esta ciudad tiene la maravillosa capacidad de sorprenderme, que me quedan aún muchas visitas que realizar a una de las capitales más hermosas de Europa sin repetir apenas escenarios, que Viena es cautivadora y seductora, y que para descubrir esos secretos solo hay que molestarse en rascar un poco más sobre la superficie, justo por debajo del sonido del vals.

Laboratorio creativo
Algo que se intuye a primera vista, aunque no se conozca la historia, es que Viena ejerció de centro de un vasto imperio, el Austriaco, durante el tiempo suficiente como para construir una ciudad de cuento, repleta de palacios majestuosos, parques barrocos y edificios monumentales. El siglo XX, sin embargo, significó un cambio de signo; el Imperio cayó y un nuevo orden, de carácter más social, alcanzó a la ciudad, que vio como florecía un nuevo concepto del arte y del diseño de la mano de arquitectos como Adolf Loos, Otto Wagner y su discípulo Josef Hoffman, de los Talleres Vieneses, en los que participaron artistas hoy, y entonces, tan reconocidos como Gustav Klimt o Egon Shiele, dando lugar a la denominada Secesión vienesa.

Edificio de estilo Secesión, Viena © Maribel Herruzo
Algunas de las obras de los Talleres Vieneses pueden aún admirarse en el Museo de Artes Aplicadas de Viena (MAK), donde se ha ido reuniendo diferentes artículos de diseño aplicado a lo cotidiano: mobiliario, servicios de café y té, joyas, carteles, etc. La herencia que estos importantes personajes dejaron en la ciudad aún es visible en calles y museos –Viena cuenta con más de un centenar de ellos, muchos de ellos tan importantes como el Leopold, el Albertina o el Belvedere, situados en antiguos palacios imperiales- y su legado permanece vivo en los nuevos creadores que, desde hace una década, han comenzado a copar puestos en el mercado del diseño.

Museo de Viena © Maribel Herruzo
Precisamente este es una de las primeras sorpresas que depara Viena, que sea una capital que, sumergida aún entre palacios y coches de caballos, emerge, poco a poco pero con fuerza, para mostrar otras caras, otros matices. Algo de ello tuve ocasión de comprobar en el Museo de Viena, que acogió una muestra dedicada a la última etapa del diseño que se ha hecho desde esta ciudad y que se ve reflejado en mobiliario urbano y de interior, en proyectos interdisciplinares, en escenografías, publicidad o arte, y en locuras como “Walking chair”, un estudio formado por dos atrevidos, románticos (en el sentido más literario del término) y singulares creadores que lo mismo fabrican una silla que camina –el símbolo de su simpática empresa- que reciclan cientos de botellas o de cartones de píldoras vacíos para fabricar vistosas lámparas. Además, el diseño vienés está traspasando fronteras. Hace apenas unos meses, los coloristas bancos “Enzis” –diseñados por un equipo de arquitectos austriacos expresamente para el recinto del Barrio de los Museos- pasaron un mes a las puertas del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA).  
Estudio de Walking Chair, con sus creadores © Maribel Herruzo
(Continuará)

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